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La madre de las estrellas

Actualizado: 8 ene 2021




La vieja Amaquena escuchó cómo sus corazones se aceleraban. Supo que la habían visto llegar. El pequeño grupo de cazadores había levantado un campamento entre las ruinas de un templo. Eran hombres ya adultos, expertos en su oficio. Todos iban armados con lanzas, cuchillos y boleadoras. Todos estaban curtidos por una vida que tenían que ganarse día a día, con ferocidad y violencia. Aun así, hasta el más valiente tembló como un niño ante esa anciana ciega cubierta con pieles de guanaco, que se abría paso entre la nieve con una calma casi perezosa.


–Buenos días, hijos míos –los saludó Amaquena, cuando estuvo suficientemente cerca–. Sepan disculpar mi aspecto de bruja. Un huemul muy nervioso me despertó de mi hibernación. Me dijo que había cazadores humanos acechando a su gente. Yo le dije “no seas tonto, Cabeza de ramas, todos los humanos saben que no deben cazar aquí en esta época. Seguramente están juntando leña”. Pero él siguió insistiendo así que tuve que levantarme y comprobarlo yo misma.


Su tono no sonaba como una amenaza. Era más bien de fastidio, como el de una madre retando a niños traviesos. Los hombres guardaron silencio. Intercambiaron miradas entre ellos, hasta que finalmente su líder dio un paso al frente. Clavó su lanza en el suelo y se inclinó respetuosamente.


–M-madre... mi nombre es Cenuk, líder de los Araki. Paz te damos y paz esperamos recibir.


–No te conozco, Cenuk. ¿El joven Xonchi ya no lidera al pueblo Araki? –Xonchi fue mi bisabuelo. Partió a las Altas Tierras mucho antes de que yo naciera –le respondió, desconcertado.


–Mmmhh…. entiendo. Tu boca habla de paz, muchacho... pero tus acciones, no. ¿Por qué transgreden la Ley del Balance viniendo hasta aquí? ¿Los Araki le dan la espalda al Pacto de Tribus? –¡Jamás! –gritó otro de los cazadores, envalentonado. Era el más joven del grupo–. La desesperación nos forzó a hacerlo. Hay… un espíritu maligno rondando las tierras del río. Envenena el agua y pudre los peces ¿Dónde estuvo usted? ¡Nuestra gente pasa hambre y no hace nada! La voz del muchacho se quebró al decir las últimas palabras. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Al escucharlo, se multiplicaron las arrugas en la frente de Amaquena. Los latidos del hombre mostraban que decía la verdad, o por lo menos lo que él creía que era la verdad. Últimamente el peso de los años estaba haciendo eco en su mente, pero aún así, era imposible que un espíritu de las tierras frías ingresara en su territorio y ella no lo sintiera. –Acércate, pequeño. Dame la mano. –Le dijo al cazador que le había gritado. –Madre, por favor, ten piedad –intervino Cenuk–. El duelo puso esas palabras en su boca. Uno de sus hijos murió por comer un pez envenenado. –Acércate –insistió ella. Él cazador respiró profundo, se limpió las lágrimas y caminó hacia ella con la cabeza en alto. La anciana tomó su mano entre las suyas. Inmediatamente, sus almas entraron en conexión. Amaquena tuvo que concentrarse para mantener su identidad y no perderse en la mente de ese hombre. Una vez que lo logró, encontró rápidamente los recuerdos que buscaba y pudo experimentar lo que él había vivido. A su mente llegaron imágenes de un río con aguas oscuras y el olor nauseabundo de los gases venenosos. Sacó de su red a un dorado muerto, con el esqueleto mal formado y forúnculos llenos de pus verde en la piel. Se despertó en medio de la noche, al escuchar un aullido que ningún animal conocido podría articular. Su corazón se rompió al sostener en brazos a un precioso niño de ojos negros, que sufría convulsiones y largaba espuma por la boca. –¡Basta! –gritó el hombre, furioso, soltándole la mano con brusquedad. Amaquena tardó unos instantes en recuperar la compostura y volver a la realidad. –Tienen razón –dijo, cuando consiguió recomponerse–. He fallado en mi tarea. Su gente pagó el precio. Pero lo enmendaré. Cacen únicamente lo que necesiten para alimentar a los suyos y váyanse. Yo me ocuparé de volver a traer el orden. Sin esperar respuesta, dio media vuelta y se perdió entre la nieve del cerro. Tres días tardó en llegar a las tierras del río. Normalmente, podría haber hecho ese trayecto en menos tiempo , pero ahora se cansaba más rápido. Pero no todo era culpa de la vejez, algo que no podía explicar había cambiado levemente la forma de los caminos y los bosques mientras ella dormía. Por primera vez en su vida le costaba interpretar el terreno y anticiparse a los cambios de clima. Cada tanto se sorprendía al captar un nuevo aroma o sonido que le resultaban imposibles de identificar. Llegó a tropezarse más de una vez con rocas que nunca habían estado ahí. Varias veces se paró a interrogar a los grupos que emigraban desesperadamente hacia el Sur. Todos, de diferentes maneras, le contaban lo que habían visto o vivido. Las tribus de humanos le hablaban de un espíritu de las tierras frías que le hacía sacrificios de sangre a un extraño altar de hierro. Las aves huían de un horrible sonido que las enloquecía hasta la muerte. Predadores como los pumas y los zorros estaban aterrados: una criatura los había desplazado de la cima de la cadena alimenticia. Incluso ella misma se cruzó con varios cadáveres. Les habían succionado toda la sangre, sin provocarles ninguna herida externa. A cada ser con el que hablaba, le transmitía tranquilidad. Pero testimonio tras testimonio se iba dando cuenta: aunque expulsara al espíritu culpable de todo ese caos, le sería muy difícil restaurar los ciclos naturales, de los que sus hijos dependían. Una creciente angustia se empezó a apoderar de su cansado corazón. Sin embargo, no se permitió mostrar ninguna debilidad, hasta que el amanecer del tercer día la encontró caminando por la orilla del río. Aquel lugar que había sido una fuente de vida alguna vez y ahora sólo era habitado por el silencio de la ausencia . Fue ahí, en donde nadie podía verla, que la vieja Amaquena, quien había traído y mantenido la paz entre bestias y espíritus, quien había repelido a los hombres de hierro y fuego de más allá del mar, quien había dedicado toda su longeva vida a amar y proteger esas tierras, sucumbió ante el miedo y el agotamiento. Sus ojos muertos no podían producir ninguna lágrima, pero el resto de su ser lloraba. Por primera vez sintió crujir sus viejos huesos ante el peso del tiempo. Tal vez ya no estaba a la altura de la enorme responsabilidad que le habían asignado. –Quizás sea tiempo de venir con nosotros –dijeron unas voces, que parecían venir de todos lados y sonaban como viento llevando hojas. Amaquena supo al instante quiénes eran. No podía olerlos, ni saber cómo lucían. Ni siquiera estaba segura de estar escuchándolos con sus oídos. Pero recordaba perfectamente la sensación que provocaba su presencia. Todas las Amaquenas hablaban con ellos dos veces en su vida: la primera, cuando eran elegidas para desempeñar su papel; y la segunda…cuando era tiempo de partir. –¡No, ahora no! –les gritó, desesperada–. Necesito más tiempo, no puedo irme, dejando a mis hijos a merced de este espíritu maligno y la destrucción que arrastra. –Lo que acecha estas tierras no es espíritu ni bestia. El esfuerzo de enfrentarlo te costará la vida. Si vienes con nosotros, no tendrás que morir tan cruelmente... y elegiremos a una nueva Amaquena que ocupe tu lugar. La anciana tanteó nerviosa el suelo, para encontrar alguna flor. Pero lo único que había era una planta mutada, que la quemó al tocarla. –¡Ja! –rió con desgana, tocándose la llaga en la mano– lo único que le dio sentido a mi vida fue cuidar estas tierras… con gusto la entregaré, si eso asegura el bienestar de los que viven aquí. –No esperábamos menos de ti. Sigue el aroma a estrellas líquidas y reúnete con nosotros cuando termines. Al terminar de hablar, la presencia se desvaneció. Un olor que antes no había detectado llegó a la nariz de la anciana. Se levantó, determinada, al saber que ya tenía un rastro de lo que fuera que estuviera destruyendo su hogar. Corrió a toda velocidad por el bosque. Estaba logrando adaptarse a los cambios en el entorno y se movía con una confianza renovada. Cuando ya se estaba acercando al punto donde el río se convierte en mar, encontró un gran agujero con tierra quemada. Y, en el fondo, identificó el altar de hierro del que le hablaron. El constructo emitía distintos sonidos que irritaban los sensibles oídos de Amaquena. Bajó en forma cautelosa para tocarlo. Descubrió que efectivamente era metálico, frío y vibraba levemente. Lo rodeó para intentar entender su forma y tamaño, pero Le resultaba muy difícil: nada en su estructura parecía tener sentido. Estaba por intentar treparlo, pero justo en ese momento la tierra empezó a retumbar. Eran los pesados pasos de algo que se acercaba. El momento había llegado. La criatura se movía con calma. Regaba un líquido viscoso a su paso y se desplazaba con lo que Amaquena creía que eran tres patas. Arrastraba por el suelo varias extremidades similares a los bigotes de un felino. No podía estar segura de qué tan alta era, pero desde muy arriba emitía distintos chillidos en tonos radicalmente opuestos. Lo más perturbador era la ausencia de dos cosas que cualquier animal tenia : latidos y respiración. Mientras esperaba su llegada, la anciana sacó un frasco de adobe de entre sus ropas y empezó a pasarse un ungüento por la piel, mientras cantaba una canción que sólo sus semejantes conocían. Al terminarla, la transformación empezó, de su desdentada mandíbula brotaron afilados colmillos, sus viejos músculos se fortalecieron y un pelaje dorado creció sobre su arrugada piel. La criatura finalmente se acercó al pozo y ella salió para recibirla, pero ya no tenía el cuerpo de una anciana sino el de una feroz puma, mucho más grande de lo normal, con dos alargados colmillos extendiéndose hacia abajo. Sus ojos seguían igual de ciegos, pero el resto de sus sentidos habían aumentado más allá de lo imposible , hasta para ella. De su garganta salió un rugido incontenible, que se escuchó en todo el río. La criatura se detuvo confundida. –¿Qué es lo quieres, monstruo? ¿Por qué envenenas estas tierras y asustas a mis hijos? –le preguntó, comunicándose con su mente.

Pensamientos inentendibles fue todo lo que recibió por respuesta. La situación era frustrante. La criatura no se movía y la anciana no detectaba una actitud agresiva de su parte , pero era imposible estar segura. Se mantuvieron así unos minutos, hasta que Amaquena sintió algo similar a las patas de un insecto caminando por cerebro. La criatura estaba en su mente. Era la primera vez que experimentaba esa sensación a la inversa y no era agradable. Intentó expulsarla, pero esta presencia ajena empezó a arrastrarla hacia sus recuerdos más enterrados. Volvió a ser una niña ciega asustada, a quien sus padres habían abandonado en el bosque, a merced de la cara más cruel de la naturaleza. Recordó la amargura felicidad que le había brindado ser la Amaquena de esas tierras. Experimentó nuevamente el contacto con la piel y el aroma de las pocas a personas a las que les había abierto su corazón. Lloró de nuevo al verlos envejecer y morir, mientras ella seguía atada a sus responsabilidades con este mundo. –¡Detente! –le gritó. La criatura dejó de husmear en su mente. En cambio, le empezó a trasmitir sus propios recuerdos. Las imágenes de la vida de Amaquena fueron cambiadas por el paisaje de un mundo lejano. Un cielo atravesado por diamantes flotantes reflejaba colores imposibles, que su mente apenas podía procesar. Se sintió dentro de la piel de la criatura mientras construía el altar de hierro, que en realidad era un vehículo para recorrer el océano de estrellas que separaba sus mundos. Compartió su dolor cuando rememoró su escape de una ciudad de coral y ámbar que estaba siendo destruida por un terremoto, pero más importante: vio la razón que motivaba a esta criatura a buscar desesperadamente un nuevo hogar. –Sé que no es tu intención... pero tu presencia está alterando el orden de mi mundo. Debes irte.

No le contestó. Pero no hacía falta. Amaquena comprendió con amargura que ninguna podía ceder. Sólo tenían una salida al conflicto. Rompieron su conexión y se tomaron un momento para recuperarse. La criatura dio el primer golpe. Usó una de sus viscosas extremidades para darle un latigazo a Amaquena. La hubiera partido al medio, si no fuera porque la anciana, la esquivó a una velocidad imposible. Amaquena se abalanzó sobre ella y le clavó las garras en su extraña anatomía, creando surcos en su coraza. La criatura emitió un chillido lastimero y, utilizando una fuerza invisible, se la sacó de encima con un empujón. La puma aterrizó forzosamente, pero se levantó enseguida. Empezó a correr alrededor de la criatura para desorientarla y, cuando creyó haberlo conseguido, se abalanzó de nuevo sobre ella. Esta vez no consiguió ni acercarse: la criatura la tomó con sus alargadas extremidades y le empezó a succionar la sangre. Amaquena luchaba por zafarse, pero se sentía cada vez más debilitada. Como último recurso, decidió hacer algo que iba contra todos sus principios: forzó una conexión espiritual y empezó a trastocar los recuerdos de la criatura, hasta enloquecerla. Esta en medio de la confusión, la soltó. Amaquena aprovechó para voltearla con una embestida. Se aferró a ella con sus poderosas mandíbulas y le arrancó un pedazo de carne. Un líquido ácido empezó a quemarla, pero a ella no le importó: había entrado en un frenesí que le impedía pensar con claridad. Comenzó a cavar en la herida con sus zarpas y le siguió arrancando pedazos, mucho después de que la criatura dejara de moverse. Siguió así durante lo que pareció una eternidad, hasta que el cansancio pudo más que su furia. Amaquena, aún en su forma felina se tendió en suelo exhausta y creyendo haber cumplido con su misión se permitió el descanso eterno que tanto había pospuesto.


Más tarde, los cachorros de la criatura salieron del vehículo y se acurrucaron a dormir la siesta contra el cuerpo muerto de su madre, sin ser conscientes de lo que había pasado. La nueva Amaquena que eventualmente sea elegida ,se tendrá que ocupar de los cambios que la presencia de estos niños producirán en el balance de la vida. Pero, por ahora, el sol del mediodía les calienta la piel y pueden disfrutar de un momento de paz en aquel extraño mundo al que convertirán en su hogar.


Acerca del autor


Pablo N Pereyra (La Plata, Argentina), periodista , escritor y jugador de rol . A hecho artículos de cine, series y cómics en diversos medios digitales como Ouroboros world , El lado G o La 4 pared . Publico el cómic de superhéroes "Punk-Shock" en la revista HGO y digitalmente publico los cómics “Luna negra” y “En la manija”. Fue productor del programa radial de rock y literatura Animalboy . Desde siempre fue un consumidor voraz de fantasía y ciencia ficción en todos sus formatos y un entusiasta por la mitología latinoamericana , pero recién se animo a escribir sus propias historias a raíz del nacimiento de su hijo y animado por su novia.

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