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  • Writer's picturePaulo César Ramírez

Sagrado, el defensor enmascarado


Durante las épocas antiguas de México, siempre ha existido aquella mágica mitología ancestral, que aunque con el pasar de los años aún permanece, gran parte del misticismo en su época más devota era aquella que llevaban los sacerdotes.

Lo que solían llamarse tributos era algo que daban estos sacerdotes para obtener un poder mas allá de lo conocido. Sus propósitos eran diversos, dependiendo del pago dado: ayudar a los cultivos, hacer que lloviera, que el hijo del emperador naciera sano, que los guerreros fueran valientes y feroces en batalla…

El poder de la guerra era algo mucho más difícil de conceder, ya que los tributos debían contener la sangre de los guerreros mismos que daban su vida por la batalla. Los trajes de aquellos viejos soldados no solo estaban hechos de pieles y plumas; el poder del tributo siempre estuvo en ellos, alcanzando la velocidad de un águila, la resistencia de un caimán, la fuerza del jaguar y la astucia de una serpiente.

Durante las conquistas esta clase de brujería, como la llamaban, estaba en contra de las enseñanzas del dios que traían los colonizadores, por lo que trataron de destruir cualquier rastro de estas ideologías y misterioso poder; sin embargo, algunos creyentes vieron esta fuente como milagros y dones provenientes de su ser superior que adoraban y en vez de ser destruido, protegieron los secretos de esas prácticas místicas del cruel desgarre de la cultura.

La Orden del Scutto Veritatis, frailes, sacerdotes y creyentes firmes del poder de dios, pero que estaban en contra de las ideas de la iglesia inquisidora de aquella época, protegieron estas tradiciones viendo que su capacidad divina podía ayudar a los más necesitados, convirtiéndose así mismos en un grupo secreto, con la frase: Omne enim bonum, agens pro vobis in Deum.[1]

Durante los años, la Scutto Veritatis, protegió a los sacerdotes, las tablillas, los tejidos, y transcribió muchas de las tradiciones a códices y rollos. Aún en épocas difíciles como la independencia y la revolución, donde se temía más la perdida de este poder milagroso, que fue siendo heredado época tras época.

Fue durante el periodo de las guerras cristeras en México, cuando el Padre Rodolfo Guzmán, un sacerdote de la orden, decidió que se debía recuperar el poder heredado de generación en generación para volver a formar un traje de aquellos ancestrales soldados. Por desgracia, parte del conocimiento para realizar los tributos de guerra se había perdido y tal vez no se recuperaría jamás.

Tomando antiguas técnicas, tanto de los pocos textos existentes como de las tradiciones orales, formó un grupo junto a dos de sus compañeros de la orden. Alejandro Muñoz, un pastor experto en demonología y Aaron Rodríguez, un antiguo brujo y nahual, de los a veces llamados cambia pieles. Entre los tres, juntaron sus conocimientos para formar una tela y un diseño con costuras únicas, creando con ellos una máscara, mezclando las tradiciones antiguas con las creencias y símbolos de su credo personal, llamándola “la máscara del defensor sagrado”.

Tal fuerza ayudaría a la gente en tiempos difíciles, pero era solo un objeto que necesitaba de alguien en cuyo corazón no existiera el egoísmo ni el mal, lo que convertía la tarea de encontrar al adecuado más que difícil, pues era una carga que pocos podían llevar.

Hubo de pasar mucho, mucho tiempo para que apareciese alguien que fuese digno de portar el cargo de defensor, pero lo hizo y justo en el momento en el que los más dolientes le necesitaban.

Porque los héroes se requieren cuando los tiempos son crueles y espinosos

***


—¡Lucharaaaaaán, a dos de tres caídas, sin límite de tiempo!—la voz del presentador se hizo escuchar, acallando a la multitud presente. La arena estaba a reventar. La gente se desbordaba por aquel espectáculo que iban a presenciar. Aficionados de todas las edades y todos los géneros llenaban la plaza, poniendo toda su atención a lo que acontecía sobre el ring. El presentador tomó aire y señaló a uno de los ángulos del cuadrilátero:

—¡En esta esquina, por el bando de los rudos, el orgullo de Villa de García, Nuevo León: Belcebuuuuuuuuuuú Aaaaaaaaaazur!

Gritos de apoyo y júbilo se mezclaron con chiflidos y pitorreos de desapruebo cuando el gladiador de la máscara y el traje azul fue anunciado. Dividía opiniones, únicamente por pertenecer al bando rudo, pero su calidad luchística era indiscutible, razón por la cual el público que le seguía—y que no era poco—en verdad se le entregaba al luchador de la máscara azul y vivos infernales en rojo.

—¡En la esquina técnica, el portador del escudo de la verdad, gladiador del bien y defensor enmascarado: Saaaaaaaaaaagradoooooooo!

Miles de gargantas gritaron al unísono, enloquecidas de la emoción cuando su ídolo levantó los brazos, poniéndose al centro del ring. El atleta que vitoreaban no era cualquier luchador, sino un verdadero héroe. Si bien su máscara podía cambiar de colores cada vez que se presentaba, su diseño era inconfundible. Con grecas distribuidas simétricamente por toda la tapa[2], recordaban los antiguos tallados de piedra de la cultura azteca, combinados de manera magistral con algunas plumas de águila como penacho sobre la cabeza y una Cruz de Santiago al centro del rostro de la tapa.

No era desconocida la rivalidad existente entre los dos luchadores, por lo que cada enfrentamiento jamás decepcionaba a los aficionados.

La pelea dio inicio en cuanto el silbato oficial sonó. Un par de patadas de canguro fueron lo primero que recibieron al Sagrado por parte de Belcebú Azur. El ídolo de multitudes fue a dar a la lona, pero se levantó de inmediato como un resorte, demostrando su gran agilidad. Una vez de pie, respondió arremetiendo contra su oponente con un tremendo golpe de mano abierta que fue a impactar sobre el pecho desnudo del enmascarado azul; este respondió duplicando la dosis, primero con la derecha y después con la izquierda.

Las tremendas manotas de Belcebú Azur dejaron enrojecido el pecho del defensor enmascarado, que pareció huir de la zona de impacto, corriendo en dirección de las cuerdas.

Aprovechando el impulso tomado, se arrojó, rebotando en una embestida en contra del luchador de la máscara azul y adornos rojos como demonio, que fue dar a la lona. Enseguida, Sagrado lo tomó del cuello, aplicándole un candado, conduciéndolo después para que Belcebú Azur despegara sus rodillas del suelo, mientras le mantenía aplicando el incómodo placaje.

Un tremendo pisotón propinado en el lugar adecuado por parte del luchador que emulaba al diablo azul, obligó a su contrincante a soltarlo. Aprovechando el momento, Belcebú propinó dos sendos punta pies en el estómago del Sagrado, dejándolo casi sin aire, tirándolo a ras de lona. Un bólido color azul se lanzó encima del cuerpo sofocado del luchador del bando técnico, únicamente para voltearlo de espaldas y que el árbitro contara los tres segundos reglamentarios.

—¡Uno¡ ¡Dos! ¡Tres!—contó un buen número de seguidores de Belcebú Azur a coro, junto el árbitro, ante la mirada incrédula de los seguidores del Sagrado. La primera caída era para el diablo azul.

***

No muy lejos de la arena, un hombre pelirrojo, vestido con un uniforme del servicio de limpieza estaba a punto de llevar a cabo su maquiavélico plan: sacudiría a la ciudad gracias a su invento, el hipoquinetizador tectónico. Solo necesitaba colocar las últimas cargas de plutonio—bien resguardadas en sus cajas positrónicas—y dirigirse a su globo aerostático desde donde activaría el aparato. Entonces vería a todos temblar de miedo. Aquellos que se burlaban de él, sufrirían. Nadie nunca más se atrevería a llamarlo “zanahoria parlante”, “recoge mierda anaranjada” ni ningún otro ocurrente y ridículo apodo. Una sonrisa se dibujó en el rostro del pelirrojo cuando hubo dejado la última de las cajas. El hombre volteó a mirar su reloj y dijo como para sí mismo:

—Justo a tiempo. Ahora a inflar el globo.

***

Los orificios de los ojos de la máscara, ubicados bajo los brazos de la Cruz de Santiago, mostraban una mirada que claramente se encontraba analizando a su rival. La manaza de Belcebú Azur se estiró para tomar la muñeca del Sagrado, asiéndose de ella con fuerza. El movimiento no fue una sorpresa para el poseedor del escudo de la verdad, que dejó que su oponente lo jalara, para después aventarlo contra las cuerdas. La espalda del defensor enmascarado chocó contra las protecciones que rodeaban al ring, regresando con la inercia hasta donde el enmascarado azul lo recibió con un golpe de antebrazo en el cuello.

El público se dividía entre los gritos de apoyo entre uno y otro luchador.

—¡Aplícale la steelson!—gritaba uno.

—¡Hazle unas tijeras!—sugería el otro.

—¡Levántate, Sagrado, por diosito!—susurraban unos más.

Como si hubiese podido escuchar las voces murmurando las plegarias elevadas a los cielos, el defensor enmascarado se puso de pie, pero solo para ser tomado del brazo por su rival, que le aplicó su famosa llave “la estaca apache”, que consistía en tomar ambos brazos del oponente y clavarle la rodilla en la espalda, un castigo que resultaba bastante doloroso.

—¿Te rindes?—preguntó el hombre de la camisa blanca con rayas negras, mientras Belcebú Azur aplicaba la estaca apache sobre Sagrado, que negaba con la cabeza, quejándose del dolor.

Ambos luchadores sintieron entonces como la lona bajo sus pies se sacudió de repente, haciendo que Belcebú Azur casi perdiera el equilibrio. Para evitar caer, soltó la palanca que le aplicaba a su enemigo luchístico, quien permaneció hincado en la lona, un tanto aturdido por el castigo recibido, al grado que pensó que el mareo era debido al dolor. Tratando más de poner distancia de por medio que queriendo realizar un verdadero ataque, Sagrado, echó una machicuepa hacia atrás, estirando los pies a modo defensivo, en aquel movimiento tan ágil como el de una pantera y que el portador del escudo de la verdad llamaba “el cáliz”.

—¿Sentiste eso?—cuestionó Belcebú Azur cuando volvió a percibir un ligero tremor.

Sagrado afirmó en silencio, pero manteniéndose en guardia.

—Entonces parece que tendré que despacharte rápido para que vayas a atender que sucede—exclamó el diablo azul sonriendo debajo de su máscara, para después arremeter, girando sobre su eje, soltando una patada filomena que se siguió de largo, pues Sagrado apoyó un pie en la primera cuerda, después el otro en la segunda, para finalmente evitar el golpe e impulsarse por los aires cayendo y rodando de manera grácil, como un puma. Volteó a ver a su rival, que se encontraba con las piernas atoradas entre las cuerdas del cuadrilátero, colgando cual si fuese un mosquito en una tela de araña. No se lo pensó dos veces y corrió hacia él, con ambos brazos extendidos, con el solo objetivo de alcanzar la cabeza de su oponente y estrellarla contra la lona.

El golpe sonó en seco. La multitud guardó silencio, expectante. Sagrado había alcanzado su objetivo, aplicando uno de sus movimientos característicos conocido como “el sacrificio” y ahora arrastraba a Belcebú Azur, justo al centro del ring, para ponerlo espaldas planas.

—¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!—gritó la audiencia emocionada y la arena se cimbró como en pocas ocasiones.

Sagrado notó que su rival se encontraba inconsciente, así que lo bajó lo más pronto que pudo del ring, indicándole a los paramédicos que le dieran atención inmediata. Pero no regresó al cuadrilátero a que lo declararan ganador, sino que salió corriendo en dirección de la salida. Aquel retumbar que había sentido era mucho más que el rugir de los aficionados. Había un mal inherente que se estaba manifestando y que podía sentir del mismo modo que las serpientes perciben a sus presas, a través de las vibraciones.

***


En el cielo, un globo aerostático sobresalía gracias a su color. Su único pasajero, había pretendido erigirse como el nuevo iluminado, por lo que de acuerdo a su pensar, debía simbolizar al sol. Así que su globo era tan naranja como su uniforme de intendencia, que aún conservaba puesto.

—¡Y ahora, la tercera y última palanca que moverá al mundo!—gritó enloquecido mientras activaba un extraño aparato lleno de botones de colores que chispeaban de manera estroboscópica.

El subsuelo de la ciudad se estremeció. La tierra se agitó como nunca antes se había percibido. Decenas, si no es que cientos de edificios se vinieron abajo ante aquel terremoto. Como pudo, Sagrado se movió esquivando los bloques de concreto que caían del cielo, provenientes de los edificios que se desmoronaban como si fuesen las calaveras de azúcar del Día de los Muertos.

Y sí que hubo varios fallecidos. A pesar de los esfuerzos por el defensor enmascarado por salvarlos a todos, le fue imposible hacerlo. La máscara que calzaba sobre su rostro era portadora de varios tributos, pero a final de cuentas no dejaba de ser un hombre. Ni toda la resistencia del caimán, ni la velocidad del puma, la fuerza del jaguar, la gracia de un águila o la astucia de la serpiente eran suficientes si hablábamos de un solo individuo. Se hubiese requerido todo un ejército para poder salvar a las víctimas del terremoto.

Sagrado elevó su vista al cielo y notó el globo color naranja, a la vez que a su vistoso tripulante. Las sirenas de las ambulancias y las patrullas llenaron las calles. Cientos de heridos era el saldo claro, mientras que miles de personas que habían salido a las calles despavoridas, se miraban con miedo en el rostro sin comprender que estaba ocurriendo.

—¡Es el fin del mundo!—gritaban aterrados en pánico.

La tierra se agitó una segunda vez. «Una réplica» pensó la mayoría de los ciudadanos. El pelirrojo observó de inmediato su aparato sin entender que ocurría. El no había activado el hipoquinetizador tectónico. No tenía porque volver a temblar.

El concreto crujió. El asfalto fue partiéndose, resquebrajándose como si fuese una hojarasca. Pero lo que en verdad dejó aterrados a los presentes y convencidos de que el apocalipsis había llegado, fue la espantosa criatura que emergió del hueco debajo de la tierra.

Alcanzaba una altura descomunal, muy superior a la mayoría de los edificios. Su apariencia era similar a la de un batracio con múltiples bocas llenas de afilados dientes. Sobre su espalda sobresalía una especie de cresta que recorría toda la columna, mostrando filosas protuberancias que asemejaban a las espinas de un maguey. Aquel monstruo se paraba sobre sus dos gigantescas patas, mientras que las extremidades superiores eran dos tremendas garras de ocho dedos que terminaban con puntas de hueso expuesto y que lucían como una letal arma.

Múltiples ojos miraron en diversas direcciones a la vez, lanzando un rugido que brotó de sus varias bocas, haciendo que el globo naranja se agitara en el cielo como si fuera un juguete. El defensor enmascarado observaba a la criatura con atención. Aquella titánica bestia no podía ser otra cosa más que un quinametzin, los antiguos gigantes monstruosos y que Sagrado había aprendido en uno de sus múltiples viajes por el mundo, que la cuna antigua de estas extrañas criaturas era Japón, en donde eran llamados Kaijus.

Poco o nada podía hacer el poseedor del escudo de la verdad frente a aquel descomunal monstruo. La clara diferencia de tamaño haría fútil la lucha, eso sin mencionar la inminente destrucción total de la ciudad. Si el defensor enmascarado en verdad quería hacer algo, necesitaba encontrar una forma de reducir de tamaño al quinametzin o bien averiguar cómo podía apaciguar la ira de la bestia-dios.

El hombre del globo naranja dio un salto, abandonando la canasta de su vehículo aerostático cuando el afilado hueso chocó contra el punto naranja en el cielo. Tras una enorme llamarada sobrevino la explosión. Fue como si aquella bestia hubiese reventado el sol mismo, señalando el fin de una era. Todo se oscureció en lo alto, excepto por la garra de aquella criatura que se mantuvo encendida, ardiendo tras la explosión.

El olor a carne quemada inundó el ambiente. La horrible criatura anfibia chilló de dolor. Era el fuego el que podía lastimarle.

Muchas ideas pasaron por la mente de Sagrado en ese momento. Era uno de los varios portadores que había llevado la máscara a lo largo de los años, y aunque conocía la capacidad y las habilidades imbuidas a través de los varios tributos colocados en aquel símbolo de grecas aztecas, plumas y la escarlata cruz del caballero apóstol, no gustaba de usarlas a la ligera, pues consideraba que depender de los dones místicos de la máscara lo podían convertir en un hombre ambicioso del poder.

Pero los momentos desesperados requieren medidas desesperadas.

Levantando los brazos al cielo, puños en el aire, Sagrado invocó uno de los tributos de la máscara, gritándole al viento de occidente.

—¡Clamo a ti, viento! ¡Lleva mi orden hasta el valle de Atemajac y hasta más allá, a las tierras de la arena roja, para que hagan caer toda su furia y estruendo sobre mi enemigo!

Una ráfaga de viento, casi tan fuerte como un huracán, sopló levantando polvo y basura. Un relámpago iluminó el cielo y luego le siguió otro, tras el cual vino otro más. Tres golpes de rayo golpearon el cuerpo del quinametzin, sin que este supiera que estaba ocurriendo, causándole graves heridas que obligaron a la criatura a buscar refugio en el tremendo boquete del que había salido. Los ojos bajo los brazos de la Cruz de Santiago, observaron atentos como el monstruo regresaba al corazón de la tierra al tiempo que Sagrado se desplomaba en el asfalto.

Casi sin fuerzas, su mirada de águila alcanzó a percibir un movimiento naranja desplazándose entre los escombros. A pesar de encarnar todos los valores y las virtudes del bien y la justicia, Sagrado, sintió la sangre hervir. Sacando fuerzas de la propia máscara se puso de pie y le dio alcance al pelirrojo vestido con el traje de intendencia.

—¡Oye, tú, Sacudida Zanahoria! ¡Detente!—gritó el enmascarado.

Ante el mote emitido por el justiciero, el hombre enrojeció de cólera. Dándose la vuelta y pretendiendo activar uno de sus artilugios tecnológicos, pero un lance de Sagrado—su famoso “Vuelo de colibrí de Papantla”—detuvo cualquier acción que el genio loco intentaba. Sin mucho más que hacer y sin ser un verdadero rival en la lucha cuerpo a cuerpo, el defensor enmascarado no tuvo problema en vencer al responsable de aquella catástrofe que había causado tantas muertes en la ciudad.

El villano iría a parar tras las rejas y sería conocido en adelante como “Sacudida Zanahoria”, parte de la amplia galería de enemigos del Sagrado, el defensor enmascarado. Para la ciudad, llevaría un tiempo en recuperarse, pero lo haría más por el corazón y la fuerza del propio pueblo mexicano, que por la ayuda de sus gobernantes, pues lo único que tenían para defenderse eran los tributos que llevaban pagando a través de años de opresión y represión.

Eso, y la figura de un héroe que es mucho más que un gladiador del cuadrilátero. Más que una estrella del pancracio, una autentica leyenda que trascenderá años en el inconsciente de la gente, convirtiéndolo en un icono sagrado

 

[1] “Todo lo que es bueno, actúa en nombre de Dios”

[2] Sinónimo de máscara dentro de la jerga de la lucha libre mexicana

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